Se ovilla sobre las baldosas frías y comienza a
temblar, cada vez con sacudidas más fuertes. Gime, solloza,
grita. La fina lluvia se transforma en aguacero y la mayoría de las personas
que lo rodean salen corriendo en todas direcciones para refugiarse.
Las
que se quedan lo cubren con una gabardina, improvisan un techo de paraguas,
intentan consolarlo sin saber muy bien cómo, llaman a la policía, a la
ambulancia, a los servicios sociales. Pero todo es en vano. No pueden
devolverle los colores, los sabores, los olores, la alegría, ni tampoco achicar
el océano que lo ahoga y le arrebata lo que más quiere.